Por Pedro Schwenzer
Vivimos tiempos turbulentos. Los cambios que se producen en el mundo, sobre todo en Europa, son tan vertiginosos que no nos dejan tener respiro entre uno y otro. Pero queda manifiesto con cada vez más vehemencia que lo que permanece inalterable son los valores tradicionales; es más, después de todos los intentos de borrarlos de nuestra vida, vuelven a resurgir con más fuerza.
La Monarquía es un valor tradicional ut supra. Declarada anticuada por los que pretendían ser los únicos representantes del progreso, renace como fénix de la ceniza. En el recuerdo de las gentes sigue teniendo valor y transmite confianza y cobijo para todos, cosas de ls que necesitan especialmente nuestros conciudadanos europeos del este.
Pero no basta con recuerdos ni con símbolos. La Monarquía como institución suprema y moderadora tiene una función muy importante que ejercer: vigilar que se mantengan el orden y las buenas costumbres, la pacífica convivencia y la unidad nacional, que se respeten las leyes y las libertades. Para ello no es preciso que la institución monárquica ejerza poderes políticos; su actividad política es y debe ser independiente y universal, englobando al sentir general del pueblo que representa.
Ninguna democracia parlamentaria ha demostrado se perfecta, nunca lo será. Pero cuando sus representantes, todos ellos pertenecientes a determinados grupos ideológicos y de intereses, empiezan a olvidar para qué están allí, sólo un poder puede llamarles la atención, un poder moderador: la Corona. El Rey de España ha demostrado muy bien saber estar a la altura de las circunstancias. Su toque de atención del mes de julio [de 1991] lo había medido muy bien. No escogió a nadie en concreto al que dirigir sus observaciones críticas. Dijo lo que el pueblo español piensa desde hace tiempo, advirtiendo que está vililando atentamente el buen funcionamiento de nuestra sociedad. Ell servirá para que se hagan esfuerzos por remediar los males que estamos acusando.
El Rey, hoy en día, no toma decisiones `políticas. Eso está bien para evitar posicionamientos partidistas del soberano. Pero tiene un poder moral decisivo para el comportamiento de ciertos grupos sociales, pudiendo lograr tal vez mucho más que otro con poder efectivo.
La Monarquía tiene un gran reto: Demostrar que sigue siendo la mejor forma de estado, por preocuparse por cada uno de sus habitantes y todos juntos, por tomar permanentemente el pulso a la nación para reconocer dónde es preciso actuar, por arbitrar entre los diferentes grupos de interés y actuar como contrapeso en momentos de priducirse graves desequilibrios políticos o sociales.
Si en otros siglos se mantuvo demasiada anclada en el pasado y alejada del pueblo, hoy es lo contrario. La Monarquía en la actualidad está en buen camino y adaptándose con pasos gigantescos a los nuevos cometidos a ella encomendaos, como el llamado "poder moderador".
EL buen hacer de la Monarquía servirá como ejemplo para todos aquellos países que duden aún qué sistema deben elegir. Y que la Monarquía debe ser la última en ser descartada como alternativa viable de reorganización del estado, queda muy bien patente en lo que dijo Álvaro d'Ors: "Si el regreso de las Monarquías fuese imposible, eso equivaldría a tener que darse por terminado el mayor y más brillante período de la cultura occidental. Mas, tranquilícense los de poca fé, porque nada autoriza a pensar así. La humanidad está sedienta de libertad y seguridad, y sólo la Monarquía reúne estas dos cualidades, porque sólo en ella el poder es paternal, al contrario de lo que sucede en los llamados regímenes de fuerza e incluso en las supuestas democracias, en las que el poder "puede resultar" despótico."
La Monarquía es la forma de estado más antigua, regular y natural, porque procede del poder paternal. Ell a engloba los valores tradicionales de toda la nación. Por ello, está allí en el corazón de todos. Y eso podría ser la clave.
(Editorial publicado en Monarquía Europea Nº 2 Año 1 Sep-Nov 1991)
La Monarquía es un valor tradicional ut supra. Declarada anticuada por los que pretendían ser los únicos representantes del progreso, renace como fénix de la ceniza. En el recuerdo de las gentes sigue teniendo valor y transmite confianza y cobijo para todos, cosas de ls que necesitan especialmente nuestros conciudadanos europeos del este.
Pero no basta con recuerdos ni con símbolos. La Monarquía como institución suprema y moderadora tiene una función muy importante que ejercer: vigilar que se mantengan el orden y las buenas costumbres, la pacífica convivencia y la unidad nacional, que se respeten las leyes y las libertades. Para ello no es preciso que la institución monárquica ejerza poderes políticos; su actividad política es y debe ser independiente y universal, englobando al sentir general del pueblo que representa.
Ninguna democracia parlamentaria ha demostrado se perfecta, nunca lo será. Pero cuando sus representantes, todos ellos pertenecientes a determinados grupos ideológicos y de intereses, empiezan a olvidar para qué están allí, sólo un poder puede llamarles la atención, un poder moderador: la Corona. El Rey de España ha demostrado muy bien saber estar a la altura de las circunstancias. Su toque de atención del mes de julio [de 1991] lo había medido muy bien. No escogió a nadie en concreto al que dirigir sus observaciones críticas. Dijo lo que el pueblo español piensa desde hace tiempo, advirtiendo que está vililando atentamente el buen funcionamiento de nuestra sociedad. Ell servirá para que se hagan esfuerzos por remediar los males que estamos acusando.
El Rey, hoy en día, no toma decisiones `políticas. Eso está bien para evitar posicionamientos partidistas del soberano. Pero tiene un poder moral decisivo para el comportamiento de ciertos grupos sociales, pudiendo lograr tal vez mucho más que otro con poder efectivo.
La Monarquía tiene un gran reto: Demostrar que sigue siendo la mejor forma de estado, por preocuparse por cada uno de sus habitantes y todos juntos, por tomar permanentemente el pulso a la nación para reconocer dónde es preciso actuar, por arbitrar entre los diferentes grupos de interés y actuar como contrapeso en momentos de priducirse graves desequilibrios políticos o sociales.
Si en otros siglos se mantuvo demasiada anclada en el pasado y alejada del pueblo, hoy es lo contrario. La Monarquía en la actualidad está en buen camino y adaptándose con pasos gigantescos a los nuevos cometidos a ella encomendaos, como el llamado "poder moderador".
EL buen hacer de la Monarquía servirá como ejemplo para todos aquellos países que duden aún qué sistema deben elegir. Y que la Monarquía debe ser la última en ser descartada como alternativa viable de reorganización del estado, queda muy bien patente en lo que dijo Álvaro d'Ors: "Si el regreso de las Monarquías fuese imposible, eso equivaldría a tener que darse por terminado el mayor y más brillante período de la cultura occidental. Mas, tranquilícense los de poca fé, porque nada autoriza a pensar así. La humanidad está sedienta de libertad y seguridad, y sólo la Monarquía reúne estas dos cualidades, porque sólo en ella el poder es paternal, al contrario de lo que sucede en los llamados regímenes de fuerza e incluso en las supuestas democracias, en las que el poder "puede resultar" despótico."
La Monarquía es la forma de estado más antigua, regular y natural, porque procede del poder paternal. Ell a engloba los valores tradicionales de toda la nación. Por ello, está allí en el corazón de todos. Y eso podría ser la clave.
(Editorial publicado en Monarquía Europea Nº 2 Año 1 Sep-Nov 1991)
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